miércoles, 1 de junio de 2011

La burla del halcón

Amaneció. 
Quizá un poco más tarde que ayer, pero en cualquier caso, amaneció. 
Estaba en un sitio no muy habitual, casi extraño. Pero tampoco desconocido. De todos modos, era muy temprano y Pretzel no entendía muy bien cómo había llegado al banco. Estaba dentro de la oficina, y no en ese limbo entre el interior y la calle que es la zona de cajeros automáticos. ¿Estaba en la oficina del subdirector?
Los fluorescentes estaban apagados. Pero eso daba igual. Como estaba amaneciendo, los primeros rayos de sol se filtraban a través de una pequeña claraboya situada justo encima de su brazo izquierdo. 
Se levantó. Era muy temprano, y se frotó los ojos. Todos nos frotamos los ojos. Menos cuando tenemos algo en la mano. 
Pretzel tenía algo en la mano. Era un halcón. Brillante como el oro del monte Sinaí. ¿Estaba realmente en el banco? O quizá era mucho suponer: tal vez era un bufete de abogados o el despacho del director del zoológico de su ciudad. 
Pretzel no sabía dónde estaba. Descolgó el teléfono. Un teléfono fijo, con hilo enrollado. Gris. 


-¿Operadora?
-Estamos en el siglo XXI, Pretzel, no hay operadoras. 
-¿Pero cómo? ¿Con quién hablo entonces?
-¿No lo sabes? ¿De verdad no lo sabes, Pretzel?
-No.
-Estoy muy cerca. 
-Aquí no hay nadie. Estoy solo. 
-En tu mano.
-¿En mi mano qué?
-¿Qué hay en tu mano?
-Un halcón brillante. 
-Hola, Pretzel. Bienvenido. 

Pretzel dirigió la mirada a su mano izquierda. El halcón le miraba fijamente. De sus ojos emanaba una aureola fosforescente y su cuerpo irradiaba un calor reconfortante, como en esas noches de invierno junto al hogar. 

-Muy bien, Pretzel. Tenemos que salir de aquí. A partir de ahora tienes que confiar en mí. Tú serás mis alas.
-¿Quién habla? ¿Qué dices?
-Soy Yagson, El que Lleva la Llama. Soy el halcón que está en tu mano. El halcón que lleva la llama. 
-¿Qué quieres de mí? ¿Por qué yo?
-Demasiadas preguntas, Pretzel. Sácame de aquí. Lo que pase después está en tus manos. 

Pretzel se acercó a la puerta acristalada. Estaba abierta. Salió al hall (jol) y se encontró con el esqueleto de la ballena suspendido sobre su cabeza. No era un banco. NO ERA UN BANCO. 
Miró a su alrededor. Estaba rodeado de pequeñas alimañas disecadas con ojos de plástico. Se dirigió a lo que parecía la salida, como llevado por una fuerza magnética irresistible.

-¿Adónde nos dirijimos, Yagson?
-...
-¡Yagson, por Dios! ¡Necesito respuestas!
-...

Pretzel empezó a retroceder hacia la oficina para volver a coger el teléfono. Fue entonces cuando Yagson, con su pico dorado, le picoteó suavemente el bolsillo del pecho de su pijama. 

-¡Pues claro! ¡El móvil!

Pretzel acercó el móvil a su oreja. 

-¿Yagson? ¿Yagson?
-Sí, Pretzel. Estoy aquí. Pero la cháchara no cambiará nuestro destino. Tenemos que salir de aquí. 
-¡Pero ahora al menos podemos comunicarnos!
-LA CHÁCHARA NO CAMBIARÁ NUESTRO DESTINO. Sigue.
-¿Pero adónde vamos, Yagson? ¿Qué nos pasará?
-Si sigues los designios del monte Sinaí, Pretzel, si los seguimos, muy probablemente, los hijos de tus hijos te recuerden como Pretzel, el del zoo. Y no como EL ABUELO. 
-De acuerdo. 

Guiado por los rayos incandescentes que emanaban de los ojos del halcón Yagson, Pretzel se precipitó al foso de las focas, única salida del recinto. Se descolgó con su única mano libre por la ligera pendiente que llevaba al estanque helado, y tras nadar los siete metros que le separaban del muro de alta seguridad, trepó por la alambrada hasta salir por un pequeño orificio que los condujo directamente hasta la entrada principal del zoo. 


El móvil sonó. 

-¿Diga? ¿Quién es?
-Pretzel, por favor, aún es muy temprano. Soy Yagson. ¿Quién demonios quieres que sea a estas horas?
-Perdona, Yagson. Tienes razón. Ya estamos fuera, ¿y ahora qué?
-Ha llegado el momento, Pretzel. Deposítame en el suelo. 

Pretzel dejó al halcón que Lleva la Llama sobre el asfalto. El halcón le dirigió una última mirada fluorescente. Desplegó sus alas y, con un suave impulso, echó a volar. 

El cielo todavía estaba rojizo, el sol asomaba por el horizonte. Pretzel, con el teléfono pegado al oído, trataba de comunicarse con su nuevo amigo. Pero Yagson ya estaba muy lejos. El zoo se había quedado sin su halcón.